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La bandera de la ONU La bandera de la ONU 

Ucrania, Di Giovanni: restaurar la credibilidad de la ONU y reconstruir la confianza mutua

En una amplia entrevista, la subsecretaria de la sección para las Relaciones con los Estados de la Secretaría de Estado vaticana analiza cómo podría ser el mundo después del conflicto entre Rusia y Ucrania: la renovación de las organizaciones internacionales y la búsqueda del diálogo, partiendo de una situación de igualdad de derechos y deberes entre grandes y pequeños

Giancarlo La Vella - Ciudad del Vaticano

La guerra entre Rusia y Ucrania, además del dolor de la tragedia que se está llevando a cabo, está creando un clima de incertidumbre y confusión en la comunidad internacional, sobre todo por la escasa intervención de las organizaciones internacionales, empezando por las Naciones Unidas, incapaces de reconducir por el camino de la negociación un conflicto que está creando muerte y destrucción, pero también fuerte desestabilización política y económica. Sobre este y otros temas Radio Vaticana - Vatican News entrevistó a Francesca Di Giovanni, subsecretaria para el sector multilateral de la sección para las Relaciones con los Estados de la Secretaría de Estado de la Santa Sede.

Se tiene la sensación de que la ONU ha estado paralizada y silente durante mucho tiempo en esta crisis. ¿Por qué ha ocurrido esto? ¿Podemos seguir creyendo en el papel fundamental de las organizaciones internacionales?

Estas organizaciones pueden y deben seguir desempeñando un papel en las relaciones internacionales. La crisis actual a la que estamos asistiendo, puede ser sólo en parte atribuible a las responsabilidades de las organizaciones, sino más bien a las de los Estados que las componen y determinan su política y actividades. El mayor problema es que los Estados han perdido la capacidad de escucharse mutuamente, prefiriendo en cambio imponer sus propias ideas o intereses, que de hecho los limitan o condicionan. El mismo Papa ha hablado varias veces de "colonización ideológica", y desgraciadamente esta nueva colonización ha encontrado un terreno fértil en las organizaciones internacionales, también por instigación de algunos Estados. Deberíamos volver a hablar, a escucharnos y también a reflexionar sobre las posiciones de los demás. Cuando hablamos de organizaciones internacionales, también debemos destacar que su labor no se limita exclusivamente al mantenimiento de la paz y la seguridad. Pensemos, por ejemplo, en las cuestiones de desarrollo, el cambio climático, el uso pacífico de la energía nuclear, etc. Por lo tanto, queda mucho trabajo por hacer, y la inercia o parálisis de la ONU es evidente en algunas áreas, incluyendo las primarias, mientras que continúa en otras, aunque su "fatiga" se siente mucho.

Cómo dar a la ONU una capacidad operativa y de decisión, en función de la paz mundial, que supere el actual estancamiento debido a los vetos cruzados. El mismo Papa habló recientemente de la impotencia de la Organización de las Naciones Unidas...

Cuando hablamos de paz y seguridad internacionales, la primera organización que nos viene a la mente es precisamente la ONU y, en particular, el Consejo de Seguridad. Sabemos que la reforma del Consejo de Seguridad está sobre la mesa desde hace varios años, que se siguen proponiendo soluciones, más o menos viables, pero que, hasta ahora, no se ha alcanzado ningún consenso. Aunque esto sería más urgente que nunca, además de deseable. Luego hay que recordar que también existe la OSCE, una organización creada específicamente para la seguridad y la cooperación entre Estados. Cuenta con 57 Estados miembros de tres continentes, América del Norte, Europa y Asia. Sin embargo, la eficacia de ambas organizaciones, como la de todas las organizaciones internacionales, reside en la voluntad política efectiva en ellas por parte de los Estados miembros. El veto es una herramienta, pero lo que cuenta, por supuesto, es la buena voluntad de cada estado. Los Estados miembros de la ONU deben respetar el espíritu de la Carta de la ONU, es decir, al menos no repetir los errores cometidos durante las dos guerras mundiales del siglo XX. El mayor problema radica en hacer comprender -y atenerse a las consecuencias en posiciones concretas- que la Carta no debe interpretarse en función de la posición política más atractiva, sino a la luz de lo que ocurrió en los años anteriores a su firma, después de la Segunda Guerra Mundial, para preservar a las generaciones futuras del flagelo de la guerra, para proteger los derechos humanos fundamentales, la dignidad y el valor de la persona humana, así como la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas, contribuyendo a crear condiciones en las que la justicia y el respeto de las obligaciones derivadas de los tratados y de otras fuentes del derecho internacional sean efectivos, y promoviendo el progreso social y un nivel de vida más elevado con mayor libertad. La Santa Sede siempre ha considerado el sistema de las Naciones Unidas, fundado en los contenidos de su Carta, como un instrumento prometedor para construir relaciones de beneficio mutuo y común dentro de la comunidad internacional.  Los Papas lo han afirmado repetidamente.

¿Es utópico esperar hoy un mundo sin ejércitos ni armamento?

Tenemos que ir a las raíces de las disputas internacionales. A menudo surgen por la pérdida de un elemento fundamental, el de la "confianza", una confianza que debe construirse con paciencia y acciones concretas. Lo mismo ocurrió en la crisis ruso-ucraniana. Ante esta conciencia, debemos preguntarnos cómo podemos garantizar que este elemento no se rompa, y si existen otros "instrumentos" que puedan sustituir eficazmente a la "confianza". Empecemos por esto último aspecto. En primer lugar, el recurso a las armas puede considerarse un paso necesario para cubrir el vacío generado por la falta de confianza. Sin embargo, es innegable reconocer que ese recurso sólo puede ampliar ese mismo vacío y alejarnos cada vez más del difícil camino de la construcción y el fortalecimiento de la confianza y, en definitiva, de la propia seguridad internacional. En segundo lugar, y esto nos permite introducir una respuesta al otro interrogante sobre "cómo garantizar que la confianza no se rompa", debemos considerar que las fuertes interdependencias en el seno de la comunidad internacional de las que somos cada vez más conscientes, no sólo económicas, sino también sociales, medioambientales y sanitarias, nos llevan a reconocer que, como dijo el Santo Padre, "todos estamos en el mismo barco". Este barco es nuestra casa común y es cada vez más imperativo que encontremos formas de cuidarlo y gestionarlo juntos. La mala gestión de nuestra casa común conducirá inevitablemente a consecuencias perjudiciales para todos, independientemente de las armas o los recursos que tenga cada persona. Pensemos, por ejemplo, en fenómenos como el cambio climático o la propagación de pandemias. O se "combaten" juntos, o todos seremos perdedores. Y aquí también la confianza se convierte en una prerrogativa esencial. Por ello, la Santa Sede habla de la importancia de no escatimar esfuerzos para promover una verdadera "ecología integral" y una cohesa "seguridad integral". Este último concepto no pretende limitar la seguridad a una mera "defensa por medio del armamento", sino afirmar que debe ser "integral", es decir, declinada según las diferentes acepciones de seguridad alimentaria, medioambiental, sanitaria, económica y social..., poniendo de manifiesto esa profunda interdependencia antes mencionada. En este proceso es necesario, por tanto, construir y consolidar la confianza a través del diálogo, multilateral pero también intercultural, basado en el respeto entre las diferentes culturas, capaz de promover el enriquecimiento mutuo.

Se afirma ampliamente que la guerra en Ucrania alterará significativamente las relaciones internacionales. ¿Cómo será el mundo después de este conflicto, que se espera que termine lo antes posible?

Es difícil predecir cómo será el post-conflicto en una etapa en la que es imposible saber cómo se desarrollará y cómo terminará. Queda la esperanza de que termine lo antes posible, a ser posible sin más víctimas, porque cada momento que pasa es demasiado. El conflicto de Ucrania es también el resultado de relaciones internacionales fracturadas desde hace años. De hecho, ningún conflicto surge de la nada. En concreto, es la consecuencia de acciones y decisiones que se han ido acumulando a lo largo del tiempo, de los años, y ello, desgraciadamente, a costa de multitud de inocentes. La urgencia en este momento es poner fin al conflicto y restablecer la justicia, y luego unir esfuerzos para reconstruir, no sólo lo que ha sido destruido materialmente, sino también la devastación que la guerra causa en el alma de las personas y en las relaciones entre grupos sociales y pueblos. Esto se aplica tanto a la guerra de Ucrania como a todas las guerras que se están produciendo en este momento y que parecen haber sido olvidadas o a los llamados conflictos latentes. En este sentido, la advertencia del Papa de que estamos viviendo una tercera guerra mundial fragmentada es, por desgracia, una realidad. Lo que se necesita es una movilización internacional alimentada por la buena voluntad, una apertura al diálogo genuino y, sobre todo, una voluntad tenaz de poner fin a estos conflictos trabajando por el restablecimiento de la paz. Lo que se necesita más que nada es un trabajo meticuloso para restablecer la confianza entre las naciones para llegar no a una paz aparente, sino a una armonía efectiva en la vida cotidiana. Esto requeriría un enfoque que, dejando de lado la lógica del poder y la dominación, adopte una política que sitúe la dignidad de la persona humana en el centro de toda acción.

En 1975, la Conferencia de Helsinki, que vio la firma de un documento por parte de 35 Estados, incluidos Estados Unidos y la URSS, estabilizó las relaciones entre los bloques occidental y comunista. ¿Podría una iniciativa de este tipo resolver las fricciones actuales, a pesar de que el mundo ha cambiado considerablemente en comparación con hace casi 50 años?

Hay que recordar que la Conferencia de Helsinki de 1975 fue el fruto de un largo proceso. Las primeras sugerencias de una conferencia sobre seguridad europea ya existían desde principios de los años 50 y se formalizaron con el llamamiento de Budapest del 17 de marzo de 1969, dirigido por los Estados miembros del Pacto de Varsovia a los Estados europeos, en el que se proponía la preparación de una reunión paneuropea, con el objetivo de encontrar una solución a la división de Europa y crear un sistema sólido de seguridad colectiva. El llamamiento afirmaba que "el presente y el futuro de los pueblos de Europa están inextricablemente ligados al mantenimiento y la consolidación de la paz en nuestro continente". La Santa Sede fue invitada a participar en los preparativos de dicha conferencia y pudo aportar su propia visión a los intensos debates entre los Estados que dieron lugar a la Conferencia de Helsinki. Para poner un tal proceso de diálogo, siempre válido para superar fuertes contrastes, me parece fundamental reconocer que la paz entre las naciones, como valor moral antes que como cuestión política, "sólo puede establecerse y consolidarse en el pleno respeto del orden establecido por Dios" (Juan XXIII, Pacem in Terris), del que deriva la responsabilidad de proteger la dignidad humana. Cuando se habla de una nueva Conferencia de Helsinki, se subraya sobre todo el espíritu, el de buscar en el diálogo y con igualdad de derechos, principios compartidos y garantías de seguridad recíprocas basadas en acuerdos diplomáticos, que al final beneficiarán a todas las partes, aunque tengan intereses opuestos. Lógicamente, todas las conferencias de paz requieren esfuerzo, pero también sacrificio, voluntad mutua de encontrar compromisos, en vista del bien supremo de la paz.

 

 

 

 

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04 mayo 2022, 14:49