2019.02.11 protección Menores 2019.02.11 protección Menores 

Una mujer abusada: estamos aquí para renacer de nuestras heridas

Después de la oración que concluyó con la segunda jornada de ayer, la asamblea escuchó el dramático y terrible testimonio de una mujer europea, que sufrió abusos de un sacerdote de su parroquia, desde que tenía 11 años y por cinco largos años, abusos que destruyeron su vida. Los sentimientos de culpa y las consecuencias afectivas. El recorrido para reconstruir su identidad, dignidad y fe.

Patricia Ynestroza-Ciudad del Vaticano

“Desde ese momento yo, que adoraba los colores y hacia piruetas en los campos, sin preocupaciones, no he existido más. En cambio, quedan marcadas en mis ojos, en los oídos, en la nariz, en el cuerpo, en el alma todas las veces en las que él me bloqueaba a mí, niña, con una fuerza sobrenatural: yo me paralizaba, me quedaba sin respirar, salía de mi cuerpo, buscaba desesperadamente con los ojos una ventana para mirar hacia afuera, esperando que todo terminara. Pensaba: “si no me muevo, de repente no sentiré nada; si no respiro, de repente podría morir.””

Al concluir cada abuso, cuenta, “yo me volvía a apropiar de aquello que era mi cuerpo, herido y humillado y hasta me iba creyendo haberme imaginado todo.  Pero ¿cómo podía yo, niña, entender aquello que había ocurrido?  Pensaba: “¡seguramente habrá sido culpa mía!” o “¿me habré merecido este mal?”.  Estos pensamientos, afirmó la víctima, son las más grandes laceraciones que el abuso y el abusador te insinúan en el corazón, más que las mismas heridas que te marcan el cuerpo. “Sentía que ya no valía nada, ni siquiera que existía. Solo quería morir: lo he intentado... no lo he logrado. Los abusos continuaron por 5 años.  Nadie se dio cuenta”.

Las consecuencias de los abusos

La mujer recuerda los efectos devastadores de esos abusos: “Yo no hablaba, pero mi cuerpo comenzó a hacerlo: problemas alimenticios, varias hospitalizaciones: todo gritaba mi malestar, pero yo, completamente sola, callaba mi dolor. Todo esto era atribuido al ansia por la escuela en donde de improviso, me iba muy mal.”

 Una experiencia que marcó su vida afectiva y familiar

Con el primer enamoramiento, surge una realidad insoportable.  “Para no hacerme sentir el dolor, el asco, la confusión, el miedo, la vergüenza, la impotencia, el no ser adecuada, mi mente ha removido los hechos ocurridos, ha anestesiado mi cuerpo colocando distancias emotivas con respecto a todo aquello que vivía causando en mí enormes daños.” A los 26 años, al dar a luz su primer hijo todo regresó a su mente: El parto bloqueado;  “mi hijo en peligro; el lactar convertido en algo imposible por los recuerdos terribles que afloraban. Creía enloquecer. Entonces me confié con mi marido, confianza después usada en mi contra durante la separación, cuando, a causa del abuso sufrido, él pedía que me fuese quitada la patria potestad por ser una madre indigna.  Luego la escucha paciente de una querida persona y el coraje de escribir una carta a aquel sacerdote, finalizada con la promesa de no dejarle nunca más, el poder de mi silencio.”

Desde entonces, hasta hoy, la mujer realizó un durísimo recorrido de reelaboración que no tiene atajos, que requiere una enorme constancia para reconstruir como dijo en ella su identidad, dignidad y fe. “Un camino que se hace mayormente en soledad y si es posible, con la ayuda de algún especialista. El abuso crea un daño inmediato, pero no solamente eso: es más difícil hacer las cuentas cada día, con aquello vivido que te invade y se presenta en los momentos más improbables. Deberás convivir con eso...  ¡siempre! Solo puedes aprender, si lo logras, a hacerte herir menos. Dentro de ti conviven una infinidad de preguntas a las que no encontrarás respuesta, ¡porque el abuso no tiene un sentido!”

Tantas preguntas sin respuesta

“¿Por qué a mí?”, o sino: “Dios, ¿dónde estabas?” ...  “¡Cuánto he llorado haciéndome esta pregunta! No tenía más confianza ni en el Hombre ni en Dios, en el Padre-bueno que protege a los pequeños y a los débiles. Yo, niña, ¡estaba segura que nada malo podría venir de un hombre que “perfumaba” a Dios! ¿Cómo podían las mismas manos, que a tanto habían llegado sobre mí, bendecir y ofrecer la Eucaristía? Él adulto y yo niña...  se había aprovechado de su poder además que de su rol: ¡un verdadero abuso de fe!

Y no por último, se preguntaba: “¿Cómo hacer para superar la rabia y no alejarse de la Iglesia después de tal experiencia sobre todo frente a la gravísima incoherencia de todo lo predicado y cuanto actuado por mi abusador, pero también de aquel que, de frente a estos crímenes, ha minimizado, escondido, silenciado, o peor aún no ha defendido a los pequeños, limitándose mezquinamente a mover a los sacerdotes para que hagan daño en otras partes?” Frente a esto, nosotros víctimas inocentes, sentimos más grande el dolor que nos ha matado: ¡también esto es un abuso a nuestra dignidad humana, a nuestra consciencia, así como a nuestra fe! Nosotros víctimas, si logramos tener la fuerza de hablar o de denunciar, tenemos que encontrar el valor de hacerlo sabiendo que arriesgamos el no ser creídos o de tener que ver que el abusador se libra al final con una pequeña pena canónica. ¡Esto no puede y no debe más ser así!”

40 años para encontrar la fuerza de la denuncia

“Quería romper el silencio del que se nutre toda forma de abuso; quería volver a partir de un acto de verdad, descubriendo después que este acto ofrecía también una oportunidad a quien había abusado de mí. He vivido el proceder de la denuncia con un costo emotivo muy alto: hablar con seis personas de gran sensibilidad, pero solo hombres y por lo demás, sacerdotes, ha sido difícil. Creo que una presencia femenina sería una atención necesaria e indispensable para acoger, escuchar y acompañar a nosotros víctimas. El que se me crea y la sentencia, en todo caso, me ha dado un dato real: aquella parte de mí que siempre ha esperado que el abuso no hubiese jamás ocurrido, se ha tenido que rendir, pero al mismo tiempo ha recibido una caricia: yo ahora sé que soy otra cosa, a parte del abuso que he sufrido y las cicatrices que tengo.”

La víctima no es culpable de su silencio

La Iglesia, subraya por último, puede estar orgullosa de “la posibilidad del proceder en derogación a los tiempos de la prescripción (derecho negado por la justicia italiana), pero no del hecho de reconocer como atenuante, para quien abusa, de la entidad del tiempo transcurrido entre los hechos y la denuncia (como en mi caso). ¡La víctima no es culpable de su silencio! El trauma y los daños sufridos son así de mayores cuando más largo es el tiempo del silencio, que la víctima transcurre entre el miedo, la vergüenza, la remoción y el sentimiento de impotencia. Las heridas jamás prescriben, ¡es más! Hoy yo estoy aquí, y conmigo están todos los niños y las niñas abusados y abusadas, las mujeres y los hombres que intentan renacer de sus heridas pero, sobre todo, también está quien lo ha intentado y no lo ha conseguido, y desde aquí, y con ellos en el corazón, tenemos que volver a partir juntos.”

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23 febrero 2019, 14:30