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s. Domingo de Guzmán, sacerdote, fundador de la Orden de Predicadores

S. Domingo de Guzmán, Basílica de San Domenico en Bolonia S. Domingo de Guzmán, Basílica de San Domenico en Bolonia 

Hablar con Jesús o hablar de Jesús, nada más. La quintaesencia de un cristiano, se diría, casi un ideal inalcanzable. No, sabiendo que hubo un hombre capaz de vivir de modo magnífico este ideal. Y quizá sí, considerando qué logró hacer este hombre en 51 años. Una presencia-divisoria en las vicisitudes de la Iglesia, Domingo de Guzmán, a la par de Francisco de Asís. Y los dos son contemporáneos.

Los dos predicadores

Caleruega, localidad de montaña en la vieja Castilla. Corre el 1170 cuando Domingo comienza su historia. En su familia hay un tío sacerdote y el Evangelio se vuelve para el niño y después adolescente como el pan que se come. A sus 24 años el sacerdocio es la perspectiva más que natural. Domingo entra entre los canónigos de la catedral de Osma porque se lo pide el obispo Diego, quien después lo lleva consigo en misión a Dinamarca. En los alrededores de Tolosa asisten a la difusión de la herejía de los cátaros, convencidos de que Jesús es hombre pero no Dios. La necesidad de hablar, explicar y testimoniar la fe enciende en los dos una certidumbre: su misión sólo puede ser la predicación a los paganos y en el 1206 van a pedírselo al Papa.

El hombre del encuentro

Inocencio III está de acuerdo sobre la misión, pero no sobre sus destinatarios. Son los albigenses, otro nombre de los cátaros, con los que Diego y Domingo deben medirse. Regresan a Francia y poco después Diego muere. Domingo se queda solo para afrontar la ola de la herejía y lo hace con pasión, encontrando, exhortando y debatiendo en público y en privado. Es una actividad que agota, pero Domingo es entusiasta. Y no tiene la postura de un doctor pedante. Más bien su mirada, sus modos constantemente afables, la coherencia entre lo que dice y lo que hace, suscitan respeto y simpatía, reducen las distancias de los adversarios. Transcurren los años y las jornadas así, después, en el 1215, cambia el escenario cambia.

Tierno como una mamá, fuerte como un diamante

Ese año se desarrolla en Roma el Concilio Lateranense IV y Domingo viaja con Folco, el obispo de Tolosa. La ocasión es la justa para presentar al Papa Honorio III el proyecto que ya ha tomado forma. Desde hace tiempo, tantos, fascinados por su compromiso, se unen a Domingo desde diversas partes de Europa y muchos son jóvenes geniales. El 22 de diciembre de 1217 llega el placet: Honorio III aprueba el nacimiento de la “Orden de los Frailes Predicadores”. Es como una explosión: rápidamente los “dominicos” se esparcen llevando por doquier el Evangelio con su estilo incendiario. Para Domingo es la última etapa, que culmina el 6 de agosto de 1221 cuando muere circundado por sus frailes en el amado convento de Bolonia. Apenas 13 años más tarde, Gregorio IX, que lo había conocido personalmente, lo proclama Santo. Desde las montañas de Castilla sube a lo alto el hombre que, como dijo el gran hermano Lacordaire, fue “tierno como una mamá, fuerte como un diamante".