S. Simeón el Estilita

Ya Teodoreto, obispo de Ciro en el siglo V, tuvo que rebuscar entre los profetas del Antiguo Testamento para convencer a sus contemporáneos de que extrañeza y misión no eran incompatibles: si Isaías recorría Jerusalén desnudo como un esclavo, si Jeremías se colgaba al cuello cadenas que enviaría a los reyes vecinos de Judea y Ezequiel pasó cuarenta días puesto de costado y cociendo el pan con el fuego de las bostas de los animales, ¿por qué Simeón no podía escoger como “terrado” donde predicar una plataforma instalada a diecisiete metros de altura en el desierto de Siria?

“Cerca de Antioquía, en Siria… un hombre digno de admiración” (Martirologio romano)

Simeón nació en el 390 en Sisán, y pasó la infancia pastoreando el rebaño de su padre. Cuenta Teodoredo que un día, al acompañar a su familia a la iglesia, le impresionaron las frases del Sermón de la Montaña : “Dichosos serán los pobres...Dichosos serán los limpios de corazón”. Poco después soñó que estaba construyendo un edificio, y mientras echaba los cimientos, una voz le decía “Excava más, excava más”. Ese “más” fue determinante en la vida del futuro estilita.
Cuando a los 15 años, entró en el monasterio cercano a su aldea, vio que era difícil conseguir libros de oración, así que decidió aprenderse de memoria los 150 salmos de la Biblia para rezarlos todos cada semana: 21 cada día. Dos años más tarde se trasladó al convento de Eusebona donde se dedicó a penitencias tan extremas que el abad, Heliodoro, le rogó que se fuera porque su ejemplo podía inducir a los monjes a exagerar. Se marchó entonces a Telanisos donde pasó toda la Cuaresma ayunando y rezando de pie en un lugar abandonado. El monje Bassus, que le había dejado diez hogazas y una jarra de agua por si desfallecía, lo encontró sin conocimiento el domingo de Pascua. No había tocado ni el pan ni el agua.
El paso sucesivo fue el traslado a una cueva en lo alto del monte. Allí se amarró con una cadena de hierro a una roca para dominar la tentación de volver a la ciudad, y llamó a un cerrajero para que soldase el candado.
Fue entonces cuando empezó a llegar la gente. Un anacoreta que rezaba encadenado como Prometeo a la roca era algo que no habían visto nunca. Acercaban a su cuerpo objetos que llevaban como reliquias, le pedían su bendición y sus plegarias. Y la voz corría por las aldeas del norte de Siria; turbas de peregrinos se pusieron en marcha para verle y escucharle.
Temiendo que el griterío impidiera su vida de oración, Simeón ideó un modo de vivir totalmente nuevo: se hizo construir una columna de tres metros, sobre la que rezaba expuesto al sol, la lluvia y el viento. Pero los peregrinos se subían a ella para llevarse trocitos de su ropa como reliquias. Elevó entonces la altura a siete metros, mas las cosas cambiaron poco, hasta que por fin levantó una columna de diecisiete metros donde pasó los últimos 37 años de su vida, rezando, predicando dos veces al día y bendiciendo a enfermos, emperadores, obispos y viandantes, que podían subir a entregarle sus peticiones mediante una escalera, apoyada a su columna. Murió en septiembre del año 459. El emperador León de Constantinopla tuvo que mandar un batallón porque las gentes querían llevarse el cadáver cada uno a su ciudad. Fue sepultado en Antioquía.


La sabiduría consiste en encontrar el sitio desde el cual hablar (José Watanabe)

En aquella época el estilo de vida de Simeón causó un impacto que no hubiera tenido otro género de existencia menos espectacular. Por curiosidad o por devoción, la muchedumbre se agrupaba bajo su columna, donde se daban cita también los dignatarios de la época. Las tribus del desierto admiraban a un hombre capaz de tanta reciedumbre. El rey persa Varano, los emperadores Marciano (que se disfrazó de peregrino para verle y quedó admirado de su elocuencia), Teodosio II y León I - a quien escribió en favor del Concilio de Calcedonia- acudían a escucharle y pedir consejo. Su fama se extendió por toda Europa.
Desde su atalaya, Simeón divisaba con claridad lo que pasaba allá abajo. No se había separado del mundo; se había instalado, como escribe el poeta peruano José Watanabe, “en un sitio perfecto...entre ángeles y rampantes”, en una de las mayores vías de comunicación del norte de Siria, el camino que lleva de Apamea a Asia menor, utilizada diariamente por cientos de campesinos, viajeros y peregrinos.
Su “extrañeza”, no era huraña ni desdeñosa. Los testigos oculares cuentan que el Estilita era paciente, dulce y comprensivo. Cuando se encadenó a la roca y su obispo le intimó a que cejase en su empeño, porque creía encontrarse ante un caso de orgullo desmedido, Simeón no se opuso, mandó que llamasen a un cerrajero para que rompiese los grilletes. Más tarde fueron los obispos y abades de Siria los que, temiendo una soberbia ilimitada, le ordenaron que bajase de su pedestal. Cuando ya se disponía a hacerlo, se conmovieron por su docilidad y le permitieron que siguiera donde estaba. No era orgullo ni vanidad: la columna era su lugar en el mundo.
La austeridad y el desapego concurrieron a hacer de él un mediador en las disputas entre propietarios y campesinos. En una época en que los terratenientes del Oriente romano dejaban el campo por la ciudad, Simeón convenció a muchos ricos a condonar las deudas que habían contraído sus aparceros. Advertía contra la usura y su predicación transmitía sentido común, compasión y carecía de fanatismo. Si los profetas citados por Teodoreto denunciaban alegóricamente la esclavitud de Israel, el estilita encaramado a su columna era la antítesis del lujo y la disipación que dominaban en el imperio de Oriente. Enseñaba la templanza, la quietud e invitaba a la atareada multitud a detenerse y apuntar “más arriba”. Su diversidad, que también fue objeto de burlas y reprobación, se convirtió en una de las formas más interesantes de monacato cristiano que alcanzó gran estima entre los siglos V y X.
A lo largo de los siglos, su figura y la de sus seguidores ha inspirado a numerosos artistas, pintores, músicos y escritores. Uno de los últimos, el artista franco-sirio Rohân Houssein que en su tema “Rameau d’olivier” (Ramo de olivo) nombre de la operación durante la cual se bombardeó la ciudad de Afrin, escribe: “Para salvar a un pueblo abandonado... ¡oh Simeón el Estilita!/ dame asiento en tu columna conquistada /y que yo pueda convertirme en asceta emérito”.