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Inicia mañana el Encuentro mundial de las familias

Quinta catequesis organizada por el Dicasterio, Laicos, Familia y Vida: “Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ente Dios y ante los hombres” (LC 2,52)

Señor Jesús, que con fidelidad visitas y colmas con tu Presencia la Iglesia y la historia de los hombres; que en el admirable Sacramento de tu Cuerpo y tu Sangre nos haces partícipes de la vida divina y nos concedes saborear anticipadamente la alegría de la vida eterna; te adoramos y te bendecimos. Postrados delante de ti, fuente y amante de la vida, realmente presente y vivo en medio de nosotros, te suplicamos: Aviva en nosotros el respeto por toda vida humana naciente, haz que veamos en el fruto del seno materno la admirable obra del Creador; abre nuestro corazón a la generosa acogida de cada niño que se asoma a la vida. Bendice a las familias, santifica la unión de los esposos, haz que su amor sea fecundo. Acompaña con la luz de tu Espíritu las decisiones de las asambleas legislativas, a fin de que los pueblos y las naciones reconozcan y respeten el carácter sagrado de la vida, de toda vida humana. Guía la labor de los científicos y de los médicos, para que el progreso contribuya al bien integral de la persona y nadie sufra supresión e injusticia. Concede caridad creativa a los administradores y a los economistas, para que sepan intuir y promover condiciones suficientes a fin de que las familias jóvenes puedan abrirse serenamente al nacimiento de nuevos hijos. Consuela a las parejas de esposos que sufren a causa de la imposibilidad de tener hijos, y en tu bondad provee. Educa a todos a hacerse cargo de los niños huérfanos o abandonados,  para que experimenten el calor de tu caridad,  el consuelo de tu Corazón divino. Con María tu Madre, la gran creyente, en cuyo seno asumiste nuestra naturaleza humana,  esperamos de ti,  nuestro único verdadero Bien y Salvador,  la fuerza de amar y servir a la vida,  a la espera de vivir siempre en ti,  en la comunión de la santísima Trinidad. Amén.  (Benedicto XVI, Basílica Vaticana 27 noviembre 2010)

Es muy interesante fijarse en la conclusión inesperada de este episodio del Evangelio. Ver cómo evoluciona la dinámica familiar de esta escena, y especialmente ver cómo Jesús responde a las angustiosas palabras de sus padres que temían haberlo perdido, parece como si se hubiese producido una especie de ruptura entre los miembros de la Sagrada Familia. Parece que ha llegado el momento en que el Hijo, que ya ha alcanzado la mayoría de edad, comienza a marcar y a poner límites a la autoridad parental para afirmar su propia autonomía y su propia responsabilidad sobre sí mismo. Es una escena muy común en el hogar de todas las familias.

Es la llegada repentina e improvista de esa famosa hora para la que ningún padre está nunca preparado adecuadamente. Es el momento en que un hijo de repente se presenta grande y comienza a manifestar su capacidad de elegir por sí mismo su vida. Es muy sorprendente ver cómo la Familia de Nazaret también vive la misma e idéntica dinámica de todas las familias. En realidad, luego, si continuamos leyendo el texto, nos damos cuenta de que, efectivamente, no se da ninguna ruptura familiar. Por el contrario, sorprende el hecho de que se da el efecto opuesto. Lucas, a continuación, escribe que Jesús «volvió con ellos a Nazaret y vivió sujeto a ellos» (Lc 2,51).

Parecería ser la clásica reacción de aquellos que, al fallar en llevar a cabo sus reivindicaciones, por temor a algún castigo, hacen al final lo que dicen sus padres. En realidad, Jesús se defiende bastante bien y con Su respuesta logra enmudecer a sus padres. Permanecer bajo la autoridad de ellos no es una elección obligada y forzada sino que manifiesta una decisión libre y responsable de afirmar una vez más Su natural predilección por la Familia. El Verbo de Dios viene al mundo en la más absoluta pobreza e indigencia, renunciando prácticamente a todo excepto a una cosa: encarnarse en una familia con una madre y un padre.

De hecho, después de este episodio, Jesús continúa viviendo sujeto a los suyos ya que «ellos juntos enseñan el valor de la reciprocidad, del encuentro entre diferentes, donde cada uno aporta su propia identidad y sabe también recibir del otro. Si por alguna razón inevitable falta uno de los dos, es importante buscar algún modo de compensarlo, para favorecer la adecuada maduración del hijo» (Al 172). Lucas concluye el pasaje de este modo:  «Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52). En pocas palabras, el Evangelio logra afirmar las mejores y más fundamentales cosas que se pueden garantizar para el crecimiento de un niño en su integridad total.

Es bueno subrayar que el primer crecimiento mencionado es “sabiduría”. No debe entenderse como la progresiva adquisición de una gran cantidad de conocimientos o habilidades. El verbo “sapere” en su sentido etimológico latino, la verdadera sabiduría, significa gustar el sabor o el significado profundo de la propia vida. La sabiduría se coloca antes de la “edad”. ¿Por qué? Nos enfrentamos a una verdadera revolución copernicana respecto a la modalidad del desarrollo de la persona humana. En general, pensamos que los años pasan antes y luego gradualmente, en el transcurso del tiempo, uno aprende a descubrir el sabor y el sentido de la vida. El Evangelio, por otro lado, afirma una verdad que se opone a este pensamiento común, es decir, primero viene el verdadero sabor de la vida y luego sigue el paso de los años. Todo esto significa que cada santo día de la propia existencia, empezando por el primero, siempre debe experimentarse disfrutando de su belleza y profundidad.

Solamente con este estilo de vida es posible que también se de la fecundidad de la obra de la gracia divina. A menudo estamos acostumbrados a pedirle a Dios su intervención en nuestra realidad humana, olvidando un famoso dicho de la filosofía escolástica: “gratia supponit naturam”. Ciertamente, la gracia de Dios precede siempre cualquier obra humana, pero su eficacia solo es posible si el hombre se hace dócil a Su acción. Finalmente, el Evangelio subraya cómo el crecimiento de Jesús no es un hecho privado que afecta solo a su familia, sino que se realiza “ante los hombres”, es decir, bajo la mirada de todos los que forman parte de la comunidad del lugar en el que vive.

 Aquí nuevamente, el mensaje del Evangelio contrasta con la manera, a menudo estrecha e individualista, de pensar sobre las cosas que conciernen el entorno familiar. En otras palabras, el crecimiento gradual de un pequeño ser humano no es algo que interese y preocupe solo a sus padres. Su evolución y su madurez incumbe a todos, porque cada persona es siempre un capital humano para el bien de todos, y todos son interpelados para que le sea dado a cada pequeño ser humano en crecimiento lo que le permita alcanzar su máximo desarrollo. Estamos ante un verdadero himno de la cultura de la vida, de la cual la familia es el útero original.

El Papa Francisco precisa que «la familia es el ámbito no sólo de la generación sino de la acogida de la vida que llega como regalo de Dios. Cada nueva vida “nos permite descubrir la dimensión más gratuita del amor, que jamás deja de sorprendernos. Es la belleza de ser amados antes: los hijos son amados antes de que lleguen”. Esto nos refleja el primado del amor de Dios que siempre toma la iniciativa, porque los hijos “son amados antes de haber hecho algo para merecerlo”» (Al 166). También «la madre que lo lleva en su seno necesita pedir luz a Dios para poder conocer en profundidad a su propio hijo y para esperarlo tal cual es» (Al 170).

 Hoy más que nunca somos testigos de la difusión de una mentalidad que manipula en todo y para todo el acto generador de la criatura humana hasta tal punto que lo separa por completo de su vínculo original con la familia. En la mentalidad actual, ya no se percibe la más mínima diferencia entre generar un ser humano a través del acto conyugal natural y generarlo a través de la inseminación artificial u otras prácticas en continua evolución. Este pensamiento común se está extendiendo cada vez más por una sola razón: el hombre ha perdido la percepción de que el hijo es un gran don que proviene de lo Alto. En este sentido, resulta paradigmática la afirmación que la Sagrada Escritura nos transmite con el nacimiento del primer hombre: «Conoció el hombre a Eva, su mujer, la cual concibió y dio a luz a Caín, y dijo: “He adquirido un varón con el favor del Señor”» (Gn 4,1). La causa de la situación actual, por lo tanto, no es simplemente cultural, moral, social, económica o antropológica.

A la raíz de este nuevo escenario mundial está principalmente la pérdida del sentido de Dios y, como consecuencia, el hombre mismo se siente señor, incluso en la concepción de una nueva vida humana. Por lo tanto, solo una visión desde la fe cambia por completo la perspectiva de la vida. Incluso cuando «un niño llega al mundo en circunstancias no deseadas, los padres, u otros miembros de la familia, deben hacer todo lo posible por aceptarlo como don de Dios y por asumir la responsabilidad de acogerlo con apertura y cariño. Porque “cuando se trata de los niños que vienen al mundo, ningún sacrificio de los adultos será considerado demasiado costoso o demasiado grande, con tal de evitar que un niño piense que es un error, que no vale nada y que ha sido abandonado a las heridas de la vida y a la prepotencia de los hombres”.

 El don de un nuevo hijo, que el Señor confía a papá y mamá, comienza con la acogida, prosigue con la custodia a lo largo de la vida terrena y tiene como destino final el gozo de la vida eterna. Una mirada serena hacia el cumplimiento último de la persona humana, hará a los padres todavía más conscientes del precioso don que les ha sido confiado» (Al 166). En este sentido «con particular gratitud, la Iglesia “sostiene a las familias que acogen, educan y rodean con su afecto a los hijos diversamente hábiles”» (Al 82): ellas, mejor que nadie, muestran a todo el mundo el valor sagrado y absoluto de la vida humana.

De hecho, «es tan inalienable el derecho a la vida del niño inocente que crece en el seno de su madre, que de ningún modo se puede plantear como un derecho sobre el propio cuerpo la posibilidad de tomar decisiones con respecto a esa vida, que es un fin en sí misma y que nunca puede ser un objeto de dominio de otro ser humano. La familia protege la vida en todas sus etapas y también en su ocaso» (Al 83). Ciertamente, la generación es un acto divino, y el Papa Francisco destaca cómo «cada mujer participa del “misterio de la creación, que se renueva en la generación humana”» (Al 168). Sin embargo, el acto de acogida de una nueva vida no es menos sagrado. Después de todo, María y José testifican que su grandeza radica en haber acogido, cada uno en su singularidad, al Verbo de Dios, permitiendo de esta manera, que Se encarnarse en el mundo. Por lo tanto, si es cierto que no todos generan biológicamente hablando, no es menos cierto que todos están llamados a acoger la vida siempre, en cualquier lugar y situación. «La maternidad no es una realidad exclusivamente biológica, sino que se expresa de diversas maneras» (Al 178), y sobre todo «los que asumen el desafío de adoptar y acogen a una persona de manera incondicional y gratuita, se convierten en mediaciones de ese amor de Dios que dice: “Aunque tu madre te olvidase, yo jamás te olvidaría” (Is 49,15)» (Al 179).

Es precisamente este amor acogedor de la familia lo que da vida a aquellos a quien, lamentablemente, les ha sido a menudo negado. «Un matrimonio que experimente la fuerza del amor, sabe que ese amor está llamado a sanar las heridas de los abandonados, a instaurar la cultura del encuentro, a luchar por la justicia. Dios ha confiado a la familia el proyecto de hacer “doméstico” el mundo, para que todos lleguen a sentir a cada ser humano como un hermano » (Al 183). Quién mejor que la familia puede ampliar concretamente los horizontes de la cultura de la vida en el mundo. De esta manera pintan «el gris del espacio público llenándolo del color de la fraternidad, de la sensibilidad social, de la defensa de los frágiles, de la fe luminosa, de la esperanza activa» (Al 184).

 Desgraciadamente, hoy en día «el narcisismo vuelve a las personas incapaces de mirar más allá de sí mismas, de sus deseos y necesidades. Pero quien utiliza a los demás tarde o temprano termina siendo utilizado, manipulado y abandonado con la misma lógica. Llama la atención que las rupturas se dan muchas veces en adultos mayores que buscan una especie de «autonomía», y rechazan el ideal de envejecer juntos cuidándose y sosteniéndose» (Al 39).

En cambio, la familia es la única que tiene inscrito en su ADN un incesante dinamismo de comunión que debería empujarla a «integrar con mucho amor a las madres adolescentes, a los niños sin padres, a las mujeres solas que deben llevar adelante la educación de sus hijos, a las personas con alguna discapacidad que requieren mucho afecto y cercanía, a los jóvenes que luchan contra una adicción, a los solteros, separados o viudos que sufren la soledad, a los ancianos y enfermos que no reciben el apoyo de sus hijos, y en su seno tienen cabida “incluso los más desastrosos en las conductas de su vida”» (Al 197).

 La familia es el lugar por antonomasia de la cultura de la vida porque es el lugar por excelencia de la presencia de Dios. Cuando en cada hogar sea reconocido este binomio natural entre Dios y la vida, el mundo será más humano y cada hombre estará siempre protegido en su singular dignidad.

 

En Familia

 Reflexionemos 1. Cada vida humana es un don sagrado e inviolable de Dios. Hoy, sin embargo, está cada vez más extendida la mentalidad de que se puede satisfacer el deseo de tener un hijo a cualquier precio hasta el punto de que es fácil recurrir a todas esas técnicas, en constante evolución, que permiten la concepción independientemente del acto conyugal natural. Toda criatura humana, sea cual sea su modalidad de concepción, es siempre un don de Dios.

Por consiguiente, ¿qué relación existe entre el don de Dios de la vida y el acto conyugal natural? 2. ¿En qué sentido la familia puede convertirse en promotora de la cultura de la vida cuando se reconoce a sí misma como el lugar por excelencia de la presencia de Dios? 

 

Vivamos 1. Toda familia tiene en sí misma el dinamismo de la acogida de la vida en cualquier condición, pero esta naturaleza no siempre sale a la luz. ¿Qué es lo que se lo impide y cómo se le podría ayudar a incentivarlo?  

2. Cuando los dos cónyuges son capaces de acogerse mutuamente en su totalidad, abren sus corazones a todos. ¿Qué significa esto? Explícalo concretamente, tal vez contando experiencias concretas.

 

En Iglesia

 

Reflexionemos 1. A menudo se piensa que la promoción de la vida es algo que concierne a la Iglesia con su aparato doctrinal y no un derecho inviolable independientemente de sea cual sea la adhesión religiosa o moral. ¿Qué podría hacer o debería hacer la Iglesia para afirmar el derecho sagrado e inviolable de la vida independientemente de todo y de todos?

2. El nexo original e inseparable entre el amor y la vida se vuelve cada vez más débil e incluso llega a ser objeto de discusión. ¿Cuáles son los errores? ¿Cuáles son las dificultades? ¿Cuáles son las propuestas? 

3.  Vivamos 1. No se puede promover la cultura de la vida sin la familia y sin su intrínseca naturaleza de acogida. ¿Qué se podría hacer en la pastoral para poner en marcha este círculo virtuoso? 2. ¿Cuáles serían las propuestas para que la Iglesia pueda ayudar a las familias a vivir la verdadera cultura de la vida? 

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20 agosto 2018, 12:32