Cardenal Battaglia: cada euro gastado en armas se resta de las escuelas
Antonella Palermo - Ciudad del Vaticano
Al cuello lleva una cruz de madera. De ese signo se desprende también el carácter discreto de quien no busca clamores ni focos, no alardea de cargos, deja hablar primero a las obras. El arzobispo de Nápoles, cardenal Domenico Battaglia, uno de los cardenales recién nombrados, concedió a los medios vaticanos una entrevista en la que su solicitud por una Iglesia en salida, como diría el Papa Francisco, es máxima y prioritaria. También lo expresó en el vídeo, difundido en vísperas del Domingo de Ramos, realizado con el cantautor napolitano Enzo Avitabile, que puso música a una oración del prelado en la que invoca la paz con mayúsculas, una paz auténtica que sabe de verdad a fraternidad.
Tal como lo expresó al elegir celebrar, ochenta años después del final de la Segunda Guerra Mundial, el rito del lavatorio de los pies el Jueves Santo en el patio del Maschio Angioino, lugar simbólico de asedio en el corazón de la ciudad, con representantes de asociaciones y voluntarios comprometidos cada día en la promoción de la paz, la defensa de la justicia y la lucha contra la lógica del rearme. Con un lenguaje mordaz y un estilo pragmático aunque impregnado de mucha ternura, "don Mimmo", como siempre prefiere que le llamen, vuelve precisamente sobre estos temas.
Eminencia, cruzar la puerta del corazón que nos separa del hermano es lo esencial, subrayó usted con ocasión del Jubileo de la arquidiócesis de Nápoles. ¿Cómo evoluciona la dimensión de la fraternidad en esta tierra a menudo herida y ultrajada? ¿Está en peligro la amistad social?
Nápoles es una tierra maravillosa, llena de belleza y humanidad, pero también marcada por antiguas y nuevas heridas. Hay un grito que surge de las periferias, no sólo las geográficas sino también las existenciales.
La fraternidad nunca es un punto de partida, siempre es una conquista. Y si no aprendemos a mirarnos a los ojos, a reconocernos como hermanos, la amistad social sigue siendo sólo una palabra bonita. Está en peligro, por supuesto, pero precisamente por eso debemos guardarla como se guarda un fuego: con cuidado, cada día, alimentándola con pequeños gestos de cercanía, de escucha, de perdón.
Don Mimmo, ¿puede contarnos una historia de esperanza de la que haya sido testigo en los últimos meses?
Tengo muchas en mi corazón, pero hay una que llevo dentro con especial gratitud. Una joven mujer, tras años marcados por la adicción y el abandono, fue acogida en una comunidad. Se llama Sara (nombre ficticio, pero la historia es real), llegó a la "Casa de la Paz Don Tonino Bello" con la mirada abatida y los hombros encorvados. Llevaba el peso de una vida marcada por la fatiga y el dolor. Era joven, pero ya estaba cansada. Y con una hermosa niña que criar.
En la Casa de la Paz encontró algo que no esperaba: escucha, paciencia, tiempo. Día tras día, con pequeños pasos y mucho esfuerzo, empezó a creer que volvía a valer algo, a redescubrir sus heridas no como una vergüenza, sino como una historia que transformar. Hoy Sara es una mujer diferente. Trabaja en Casa Bartimeo, nuestro nuevo centro en el corazón de la ciudad, un lugar abierto a los pobres, los invisibles, los descartados. Ella, que antes se sentía sin futuro, ahora está allí para acoger, para servir, para tender una mano. Sonríe. Y en su sonrisa está toda la fuerza de una esperanza recobrada.
Recientemente ha sido declarado venerable el padre Agostino Cozzolino, párroco napolitano muy vinculado al barrio de Ponticelli. ¿Cómo le gustaría recordarlo? ¿Y qué dice esta figura sobre el papel del sacerdote hoy?
Conocí el testimonio del padre Agostino apenas llegué a Nápoles. Los que tuvieron el don de conocerlo, y quizás de tenerlo como párroco, hablan de un hombre sabio, valiente, un sacerdote del pueblo y para el pueblo.
No buscaba la visibilidad, no le gustaba el protagonismo, pero siempre estaba en primera línea cuando era necesario ayudar a los pobres y a los últimos. Algún sacerdote anciano que lo conoció me dijo que en él se veía la fidelidad cotidiana, la oración silenciosa, el amor por los últimos. Era de los que pasaban haciendo el bien, sin armar ruido. Su ejemplo nos recuerda que el sacerdote no es un funcionario ni un gestor.
Es un hombre ungido para ungir. Como les decía a mis presbíteros hace unos días, la unción que recibimos no es para nosotros, sino para los demás. Estamos llamados a ser signos de la ternura de Dios, a estar al lado de la gente, a enjugar lágrimas, a sostener las manos cansadas. El sacerdote de hoy necesita oler las calles, vivir entre la gente, con la gente, llevar esperanza donde hay resignación. El padre Agostino lo hizo hasta el final, y por eso hoy es venerable: porque era creíble.
Usted siempre nos ha instado a ser voces libres y auténticas, que encarnen el estilo de Jesucristo. ¿Es realmente factible, dada la conformación de las sociedades contemporáneas, poner en práctica esta libertad?
Sí, es posible. No es fácil, pero es posible. Incluso hoy, en un tiempo que parece premiar a los que alzan más la voz o persiguen el consenso fácil, se puede ser libre en el Evangelio.
Seguirlo es permanecer fiel al corazón, elegir la mansedumbre como fuerza, el perdón como respuesta, la conciencia como brújula. Es una libertad que tiene un precio, por supuesto, sobre todo si se mira la vida con los ojos del éxito a toda costa o de la carrera por el poder. Pero es la única libertad que nos hace verdaderamente humanos, porque nace del amor y se mide en el don.
Las desigualdades en Italia son cada vez más preocupantes. ¿Cuál es la manera de intentar superarlas?
Lo primero es escuchar a los que no tienen voz. Las desigualdades se superan cuando se recupera la dignidad, no sólo la asistencia. Precisamente por eso necesitamos una política que mire a las caras, no a los números. Este es un concepto que nunca dejaré de señalar: ¡detrás de las estadísticas hay historias, ojos, corazones que exigen dignidad, custodia, cuidados!
Pero la dimensión social está también estrechamente ligada a la conversión personal: hay que dejar de pensar sólo en el propio beneficio, para empezar a compartir, a renunciar a algo por el bien común. El bien, incluso el que se traduce en opciones estructurales capaces de reformar la sociedad, parte siempre de un corazón que se deja tocar.
En su opinión, ¿está justificada la carrera al rearme alentada por algunos líderes en Europa?
Creo que la paz no se construye armando a los pueblos, sino desarmando los corazones. Comprendo los temores, las tensiones geopolíticas, pero no podemos hacernos a la idea de que la guerra es inevitable.
Cada euro que se gasta en armas se quita de las escuelas, de la sanidad, de los pobres. Es una elección. La verdadera seguridad no viene de la fuerza, sino de la justicia, la educación, el diálogo.
Como dice el Evangelio, el que toma la espada perecerá por la espada. Y nosotros, como Iglesia, debemos ser profetas de paz, incluso cuando resulte inconveniente. Generalmente, siguiendo el ejemplo de un gran profeta de la paz que es el Papa Francisco, todos los años celebro la Misa del Jueves Santo con el lavatorio de pies a personas heridas por la vida.
Para que su bienaventuranza no se vea disminuida: bienaventurados, en efecto, los mensajeros de la paz, los que con gestos silenciosos y palabras mesuradas siembran esperanza en la vida cotidiana. Que construyen puentes, que resisten sin violencia, eligiendo la justicia. Y les he dicho algo de lo que estoy convencido: cuando estén cansados, ¡será el Señor mismo quien les lave los pies! Y en esa agua encontrarán la paz que han sembrado en el mundo.
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