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Vivir como el granito de trigo que muere y da vida

Genaro Ávila-Valencia, SJ. reflexiona, en el contexto de la 29 Jornada de Ayuno y Oración en memoria de los mártires, sobre la figura del obispo mártir, Monseñor Óscar Romero, quien fue asesinado mientras celebraba la misa el 24 de marzo de 1980 en El Salvador.

El 24 de marzo, un tal día como hoy, pero de 1980, una voz profética más que clamaba en el desierto fue acallada con la frialdad fulminante de una bala. Se trata de Monseñor Romero, el Obispo de los pobres, martirizado a los 62 años por un francotirador mientras presidía la Eucaristía. Fue durante la Cuaresma de hace ya 41 años cuando su casulla morada se tiñó del rojo carmesí de su sangre que ha fecundado tantos surcos de justicia, de paz y de reconciliación en su pueblo salvadoreño y en toda la iglesia latinoamericana.

Según las crónicas de los testigos, el Evangelio que se proclamó ese día fue el de San Juan 12, 23-26: “Si el grano de trigo cae en tierra y no muere, queda solo el grano. Pero si éste muere traerá consigo abundantes frutos…”. Ese día su homilía duró tan sólo unos 10 minutos, apenas unos instantes antes de su muerte Monseñor Romero compartía con el pueblo fiel de Dios lo siguiente: “Acaban de escuchar en el Evangelio de Cristo que es necesario no amarse tanto a sí mismo, que se cuide uno para no meterse en los riesgos de la vida que la historia nos exige, y que el que quiera apartar de sí el peligro perderá su vida. En cambio, el que se entrega por amor a Cristo al servicio de los demás éste vivirá como el granito de trigo que muere… Sino muriera se quedaría solo. Si hay cosecha es porque muere, se deja inmolar en esa tierra, deshacerse; y sólo deshaciéndose produce la cosecha”.

Monseñor Romero no era, ni es un personaje de derechas ni de izquierdas. No es un superficial símbolo ideológico para justificar posturas incendiarias en pro, ni en contra de nada, ni de nadie. Romero de América era, es y será siempre un hombre de Evangelio, con el buen olor de Cristo (Cfr. 2 Cor. 2,15). Como todo místico, Romero era un profeta al servicio de la liberación. Un hombre comprometido con el anuncio de la fe y la promoción de la justicia. Obispo con voz cantante, una voz que más allá de la muerte sigue viva, sonando y resonando en las entrañas más íntimas del pueblo oprimido. Pastor manso y perspicaz de una iglesia peregrina que nace y crece desde abajo y en lo secreto, que lucha y trabaja desde lo pequeño, en lo sencillo y en lo frágil. Monseñor sabía bien que el cristianismo es la religión del amor, pero no un amor de chocolates y bombones, sino un amor que pasa necesariamente por la fidelidad de la Cruz. Un amor que es capaz de transitar con paz la espera que desespera, que sabe aguardar con esperanza la noche eterna en la que parece que no amanece y no se ve brillar el sol de justicia. Un amor que es capaz de amar hasta el extremo (Cfr. Jn. 13,1) así como Cristo nos ha amado hasta entregar su último suspiro.

 

A Romero lo convirtieron los pobres, los eternos predilectos del Dios de la Alianza. La parresia para defender con sagacidad los derechos humanos no le llegó como por arte de magia, sino por una identificación honda y constante con el pueblo que sufre sediento de paz. Su deseo de fraternidad le nació de saberse verdaderamente hijo con el Hijo y hermano de todas y todos. Por eso sabía que la vida de todo cristiano está llamada a ser pan que se parte y se comparte; Como lo mencionó en su última Eucaristía, la de su martirio: “Los cristianos sabemos que la hostia se convierte en el cuerpo del Señor que se ofreció por la redención del mundo y que, en ese cáliz, el vino se transforma en la sangre que fue precio de la salvación. Que este cuerpo inmolado y esta sangre, sacrificado por los hombres y mujeres, nos aliente también a dar nuestro cuerpo al sufrimiento y al dolor; como Cristo, no para sí sino para dar conceptos de justicia y de paz a nuestro pueblo (…)”. Inmediatamente después se escuchó un ensordecedor disparó que como la lanzada del Gólgota se clavó en el corazón de Oscar Romero.

La muerte de un mártir nunca será en vano, como sabemos, los mártires son semilla fecunda de nuevos cristianos. La conversión de Monseñor Romero lo llevó a probar el dulce sabor de una vida que es coherente todos los días y en todas sus decisiones cotidianas con la vida de los últimos de la historia, los desheredados de la tierra con nombres y apellidos. Es entonces cuando el martirio se convierte en una gracia y en la muestra más alta de fidelidad al Evangelio. Una exigencia absoluta de amor. Es por eso por lo que no podemos dejar pasar esta fecha desapercibida. ¡Cuánto necesitamos los cristianos volver a vivir desde el corazón de Jesús y amarle en los pobres! ¡Cuánto necesitamos pastores empolvados, peregrinos y no príncipes! Deseo que volvamos al monte de las Bienaventuranzas y creamos en las palabras de Jesús que nos dice: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, pues ellos serán saciados”. Ante la injustica que oprime, callar nunca será una opción. Romero de América, ruega por nosotros.

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San Óscar Romero
24 marzo 2021, 11:13